En un futuro guiado por la obsesión por la eficiencia, el control total y la cuantificación del rendimiento humano, los entornos laborales podrían derivar hacia una arquitectura profundamente deshumanizada. Se trata de un modelo espacial que responde no a las necesidades emocionales, creativas o sociales de sus usuarios, sino a sistemas de gestión algorítmica y vigilancia permanente.
En lugar de medir las emociones para regularlas, diseñemos espacios que cuiden el bienestar integral de las personas; fomentando confort físico mediante espacios con acceso a materiales naturales y luz cambiante, ambientes que ofrezcan distintas temperaturas, atmósferas, posturas, ritmos y políticas de trabajo híbrido que integren el tiempo con las necesidades físicas y personales.
Frente a la lógica del control y la recompensa, apostamos por entornos que despiertan la curiosidad, la creatividad y la emoción. El espacio no debe dictar tareas, sino activar conexiones: entre ideas, personas y propósitos; con rincones diseñados para los encuentros y charlas espontáneas e inesperadas; y con estímulos visuales y táctiles que evocan mundos simbólicos, no solo funcionales.
La identidad de una organización no está en su logo ni en sus protocolos, sino en su cultura viva. Y el espacio puede —y debe— reflejar esa personalidad colectiva, permitiendo a las personas reconocerse y expresarse dentro de ella mediante la creación de espacios y elementos visuales simbólicos que fomenten esa expresión.
En vez de observar sin ser visto, promovemos procesos participativos de diseño. Involucrar a las personas en la configuración de su entorno mediante un co-diseño participativo aumenta la apropiación, la corresponsabilidad y la transparencia organizacional.
Frente al espacio-máquina, defendemos el espacio-vivo: imperfecto, adaptativo, abierto a la emoción y la espontaneidad. Diseñeamos lugares donde se pueda pensar, descansar, conectar, y también equivocarse; que fomenten múltiples usos según el estado físico o emocional del usuario.